Saber manejar nuestros afectos en forma adecuada es un aprendizaje diario y continuo que depende de cada uno de nosotros.
Una de las principales características que nos distingue como seres humanos es la capacidad de emocionarnos y de poder experimentar una infinidad de matices afectivos. Si bien no siempre estamos atentos a lo que sucede en nuestro interior, no existe acción o pensamiento alguno que no se encuentre teñido de cierta emoción. Somos una compleja unidad, y todo lo que hacemos y pensamos tiene su repercusión a nivel emocional y viceversa. Por lo tanto, la afectividad como parte de lo más íntimo de la persona humana siempre está presente. Recientes investigaciones científicas sobre el tema señalan que desde nuestro nacimiento o, incluso antes, estamos preparados y “equipados” para sentir y experimentar diferentes tipos de emociones. Los estudios demuestran que existen determinadas respuestas emocionales que son innatas y se hallan materialmente estructuradas en el cerebro. Sin embargo, esta fuerte base biológica y fisiológica no implica que la afectividad se encuentre preconstituída definitivamente desde el nacimiento. Como otras capacidades del ser humano, necesita un medio apropiado para su desarrollo armonioso. Al principio, será la relación con padres suficientemente sensibles y atentos a las necesidades y cuidados afectivos, la que proveerá las bases para el desarrollo de una vida emocional saludable. Pero, el llegar a la madurez afectiva supone un aprendizaje que se va constituyendo a lo largo de toda nuestra vida. Saber manejar nuestros afectos adecuadamente, pudiendo comprender su sentido, dirigirlos y encauzarlos hacia algo mejor y constructivo, sin sentir temor o deseos de negar u obstruir su expresión, es un aprendizaje diario y continuo que depende de cada uno de nosotros. El problema es que, habitualmente, desestimamos la importancia de mantener y cultivar una afectividad sana y nos ocupamos de cosas tal vez más urgentes pero menos importantes. Pareciera que no hay tiempo ni lugar para los sentimientos. Cuando nos encontramos con nuestros hijos les pedimos que nos cuenten qué pasó, pero no les preguntamos cómo se sienten. Hablamos sobre muchas cosas, pero decimos poco y expresamos menos. Los estimulamos para que adquieran la mayor cantidad posible de conocimientos y desarrollen sus aptitudes intelectuales, pero no los ayudamos para que desplieguen y enriquezcan su mundo emocional. ¿No estaremos demasiado preocupamos por la formación de nuestros hijos y por la felicidad de su futuro, ocupándonos de educar la inteligencia y no su afectividad? Sin darnos cuenta estamos formando a futuros expertos en lo técnico, rápidamente preparados para triunfar en el trabajo, pero pobres y vacíos emocionalmente. Y, quienes crecen disociados y fragmentados entre la vida intelectual y la emocional, sufren una profunda insatisfacción y angustia existencial. Por eso, si queremos que nuestros hijos sean personas felices y emocionalmente inteligentes, eduquemos con cabeza y corazón, facilitando la sana interrelación entre los pensamientos, las acciones y las emociones.
La licenciada Lucrecia Grandolini es miembro del equipo de profesionales de la Fundación Proyecto Padres.
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