Ante la presencia cotidiana de hechos violentos y su consiguiente naturalización, algunos consejos para pasar a la acción como padres.
La violencia en sus múltiples manifestaciones ha ido instalándose entre nosotros con paso progresivo y contundente. De tal manera que ya no alcanzamos a distinguir que hay conductas, gestos y palabras entre nosotros que calificaríamos como violentas pero que, por ese proceso gradual de aceptación, se han convertido en un ingrediente más de nuestra convivencia cotidiana. Decimos, entonces, que tenemos naturalizada la violencia. No nos llama la atención que se perpetúen situaciones como asesinatos, robos, secuestros; o que nos movamos en la calle pertrechados de conductas de cuidado frente a un posible asalto o que miremos impávidos las noticias de un mundo convulsionado por guerras y ataques terroristas. En esta línea, la naturalización de la violencia es un factor de riesgo, porque estamos funcionando sobre la base de una ética perversa, que es enloquecedora y alienante. Es decir, se trata de la ley del más fuerte, donde la violencia se traduce en irracionalidad, en destructividad, en actos perturbadores que cercenan la libertad del otro y acarrean graves daños, tanto emocionales como físicos. Como padres se nos vuelve complicado cuando advertimos que nuestros hijos son protagonistas activos o pasivos de este tipo de circunstancias, o que estas situaciones pueden ocurrir en su entorno de pares. La agresión materializada en palabras o golpes, en motes o rumores echados a correr, en apartamientos u hostigamientos permanentes de algún compañero, entre otras variedades. Lamentablemente, todas estas prácticas son cada vez más habituales y pareciera que tienden a naturalizarse, a ser aceptadas y, por lo tanto, queda también desmentido el afecto o el dolor que todo esto lleva implícito. Como padres y como educadores debemos facilitar espacios para pensar y activar dispositivos que generen un cambio positivo. Es real que en el trabajo con padres, en talleres sobre este tema, surge habitualmente la preocupación y la convicción de que hay que hacer algo. Generalmente se vislumbra en estos espacios que ratifican los valores que a veces en lo cotidiano cuesta sostener. Los cambios se gestionan desde el compromiso cotidiano, desde el accionar trabajoso y constante como padres, en familia y en comunidad. Desde el ejemplo como ciudadanos y como partícipes activos y comprometidos en los distintos espacios que frecuentamos. Quizás un primer paso para salir de este circuito de naturalización de la violencia refiera a la posibilidad de preguntarnos y cuestionarnos acerca de nosotros mismos, en nuestro primer círculo de influencia: nuestra familia, nuestros hijos. ¿Sabemos dialogar? ¿Sabemos escuchar? ¿Ofrecemos espacios de convivencia definidos, donde el disenso y las diferencias no impliquen la respuesta violenta o la descalificación del otro? En un círculo más extenso, ¿de qué manera gestionamos nosotros como adultos la convivencia que lleva implícita las diferencias del otro? ¿Acaso muchas veces no vivimos las diferencias desde el temor, desde la rivalidad y desde el prejuicio? ¿No constituimos muchas veces una sociedad diezmada en sectores que se enfrentan sin la posibilidad de dialogar, de conciliar y de respetarse para convivir? Hemos naturalizado la violencia humana, mundialmente. Ésta es parte de la herencia que les dejamos a nuestros hijos. Y hoy en día es, también, parte de sus prácticas. Si sentimos que este tipo de prácticas tiene más que ver con lo que se ofrece desde lo social que lo que ofrecemos desde casa, me pregunto, entonces, por qué nos ha invadido tanto nuestro terreno y nuestro protagonismo como modelos para nuestros hijos. Alguien dice que los hijos de este tiempo se parecen más a la época en la que viven que a sus propios padres… ¿Qué esperamos y qué vamos hacer para ocupar nuestro lugar? Lugar de un modelo genuino que propicie la vida, la felicidad, la buena convivencia… todo aquello bueno que deseamos para nuestros hijos. Ser padres implica un compromiso indelegable e impostergable. Indelegable porque quién mejor que nosotros para cumplir el rol, porque tenemos sueños y deseos de salud y felicidad para nuestros hijos. Impostergable porque los chicos crecen rápido y lo que no se da en su momento se vuelve difícil de recuperar. No debemos perder esta oportunidad. En definitiva, queremos que nuestros hijos no sean pasivos, pero que no sufran ni ejerzan la violencia. La alternativa de salida implica el reconocimiento de esta situación y concentrar la atención y la fuerza entre todos los padres para hacerle frente, a través de acciones concretas y considerando esperanzadamente que la vida que soñamos para nuestros hijos es posible.
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La licenciada María Elena Prenafeta es miembro del equipo de profesionales de la Fundación Proyecto Padres (www.proyectopadres.org)
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